Hoy hacemos selfies sin pensarlo. Con un solo toque, capturamos rostros, momentos, emociones. Pero mucho antes de los teléfonos inteligentes, los filtros y las redes sociales, existió un hombre que quiso hacer lo mismo: mirarse a sí mismo y dejar constancia de su existencia.
Ese hombre fue Robert Cornelius, y su hazaña dio origen a la primera selfie del mundo.
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Un experimento que cambió la historia de la fotografía
Era 1839. La fotografía apenas daba sus primeros pasos gracias al daguerrotipo, un proceso químico capaz de fijar imágenes en placas metálicas. Robert Cornelius, un joven químico de Filadelfia, trabajaba en la tienda de lámparas de su familia. Fascinado por los nuevos experimentos con luz y plata, decidió probar por su cuenta.
Colocó su cámara en la parte trasera del negocio, retiró la tapa del objetivo y permaneció inmóvil durante casi un minuto. En aquellos tiempos, el tiempo de exposición era tan largo que hasta el más leve movimiento podía arruinar la toma. Cuando la imagen quedó registrada, Cornelius anotó en el reverso de la placa:
“La primera fotografía con luz jamás tomada.”
Sin saberlo, había creado el primer autorretrato fotográfico de la historia. En otras palabras, el primer selfie del mundo.
De la química al retrato: un pionero sin fama
Cornelius no era fotógrafo profesional. De hecho, su interés inicial era técnico: quería mejorar la nitidez y reducir los tiempos de exposición del daguerrotipo. Pero el éxito de su autorretrato lo impulsó a abrir uno de los primeros estudios fotográficos de Estados Unidos, donde retrató a los ciudadanos más ricos de Filadelfia.
Aun así, su carrera en la fotografía fue breve. En 1843 decidió regresar al negocio familiar y más tarde se dedicó a la invención. Creó una “lámpara solar” que usaba manteca de cerdo en lugar de aceite de ballena y, más tarde, una lámpara de queroseno que le dio cierto renombre. Sin embargo, como ocurre tantas veces, otros inventores perfeccionaron sus ideas y Cornelius terminó cayendo en el olvido.
Un hallazgo inesperado más de un siglo después
Durante más de cien años, la imagen de Cornelius permaneció olvidada. Nadie recordaba su experimento ni el significado de aquella placa metálica.
Hasta que, en 1975, un bibliotecario de la Sociedad Filosófica Americana en Filadelfia encontró la fotografía entre los archivos históricos. Al leer la inscripción en el reverso, comprendió su valor.
Ese rostro joven, con el cabello despeinado y una expresión casi desafiante, volvía a mirar al mundo después de más de un siglo. Y con él, renacía el origen de algo que hoy nos resulta cotidiano.
De “selfie” a fenómeno global
Curiosamente, el término selfie apareció mucho después. En 2002, un joven australiano publicó en un foro de Internet una foto de su labio cosido con la frase:
“Perdón por el enfoque, era un selfie.”
El término se viralizó, y en 2013 el diccionario Oxford lo incorporó oficialmente al idioma inglés, nombrándola incluso como Palabra del Año.
Así, una simple palabra moderna se conectaba, sin saberlo, con un experimento del siglo XIX. Lo que Robert Cornelius hizo en silencio, encerrado en la trastienda de una tienda, hoy se repite millones de veces cada día en todo el planeta.
Un gesto que trasciende el tiempo
Mirarse, encuadrarse, registrar la propia existencia. Esa es la esencia del selfie. Detrás de la tecnología y la vanidad aparente, hay un impulso profundamente humano: querer dejar huella, decir “estuve aquí”.
Cornelius no lo sabía, pero su autorretrato no solo capturó su rostro, sino el nacimiento de una forma universal de expresión. En su mirada hay algo que todos reconocemos: curiosidad, identidad y un deseo eterno de permanecer.
La selfie que empezó todo
Si alguna vez visitas Filadelfia, puedes ver la primera selfie del mundo en los archivos de la Sociedad Filosófica Americana. Allí sigue Cornelius, mirando desde 1839 con una mezcla de orgullo y timidez, como si comprendiera que su experimento cambiaría para siempre la manera en que los humanos nos observamos a nosotros mismos.
De las cámaras de daguerrotipo a los teléfonos inteligentes, han pasado casi dos siglos. Pero el gesto sigue siendo el mismo: detener el tiempo y, en una fracción de segundo, decirle al mundo —y a uno mismo— “aquí estoy”.



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